La ciudad se armoniza en síncopa cual enorme balalaika
con un sonido melancólico y triste que sintetiza el alma
candorosa y violenta de millones de campesinos o mujiks.
Una tristeza acompasada por tres cuerdas que recuerdan
una peña de mujeres y hombres frente a la isba festiva
de cualquier aldea en el centro de la Madrecita Rusia,
a la orilla del Volga o del silencioso Don, con cantos de siega
y danzas de Barynnya (¡casera, casera, señora, patrona!)
un tibio verano envuelto por el sonrojado sol del atardecer.
14.
Juego con las palabras de las altas nubes, con surtidores
y fuentes, con los versos de Puschkin echado sobre la hierba
del Jardín del Verano tal y como el poeta solía hacerlo. Intento
una nueva poesía no lograda aún por Amniensky, Jléknikov,
Gumiliov, ni todos los experimentadores de la ruptura, ni los / futuristas,
mucho menos los torpederos que aprendieron a negar afirmando / Da, Da.
Las calles de San Piter se colman de otra luz mucho más
impresionista que el tenue resplandor de las noches blancas.
Cumplo entonces los recorridos de La Nariz y El Capote
por la Perspectiva Nevsky, sigo los pasos de Dostoyevsky
por el Moika hasta la Fontanka pasando por el puente de Anichkov
para continuar con el itinerario de Raskólnikov y las diatribas
de los Karamazov. Me acomodo en la sala de La Danza de Matisse
(un solo tono no es más que color; dos tonos son un acorde, son / vida)
donde todo vuelve al círculo originario del eterno retorno con los / cinco
danzantes flotando en un nivel simple, explicable solo por la / sencillez
de sus contornos cual semillas que se sustituyen en rosa, azul / ultramarino
y verde esmeralda, potenciando la energía germinativa para crecer
y regresar ineluctablemente. Y luego La Música, esos colores / propios
de la cerámica persa, con azules, verdes y rojos puros, donde dos / músicos
tocan y tres cantan una melodía infinita que se congela / eternizándose
en el aire. Allí tejo y destejo el tiempo jugando ajedrez o / ensoñando
con La familia del pintor transmutada en La mesa servida con toda
la intensidad de su armonía en rojo. Termino en una taberna, en un / Pibnoi Bar,
platicando con excombatientes de Afganistán quienes lloran a sus / compañeros
muertos por su propia artillería: aquello hermano es una carnicería / porque
nadie desea combatir si no es drogado o achispado, y nuestros / oficiales
ya no marchan al frente, sino que ordenan desde el confort de la / retaguardia.
O con ancianos héroes de la Gran Guerra Patria quienes convidan al / pescado seco
y al vodka en submarino cervecero. O en una calle almidonada por / la luz
del atardecer. O en las playas de la Petropavlost Krepost donde cae / el sol escarlata
como la caballería de Malevich sobre la tibia placidez de los / torrentes del Neva.
Poemas del libro del autor: Leningrad, San José, 2020
Adriano de San Martín
San Carlos, Costa Rica
Colmados de música, colores, reminiscencias de otros autores, lugares y ciertas circunstancias, estos poemas nos introducen en un torbellino de imágenes tan insospechadas como esquivas de apresar en su totalidad. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarSi bien no parece un buen momento para citar a esta tierra sin un vendaval de diatribas, la atmósfera es tan propia de estas gentes endurecidas por el clima y la historia, que por un momento me sentí en una de las novelas que leí conmovido en mi juventud; esas que me abrieron las puertas de la literatura, y que, afortunadamente, siguen de par en par.
ResponderEliminarLina, Max: Muchas gracias por vuestras apreciaciones.
ResponderEliminarMi abrazo