Había varios mirlos posados en los aleros del tejado. Los pájaros, de ojos brillantes y picos amarillos puntiagudos, estaban muy quietos, como si fueran gárgolas que quisieran proteger las medianerías del edificio. Fueron aquellas aves, de plumas negras como la nada, lo último que vio el viejo.
El hombre estaba tendido sobre el cemento cuarteado del patio, con los ojos fijos en el cielo azul que se derramaba sobre las ventanas de sucios cristales, todas cerradas salvo una, precisamente la que él abría cada mañana con un gesto de desafío hacia el resto de los pisos, ahora deshabitados. El último de sus vecinos se había marchado hacía años y, a partir de entonces, solo el transistor de Prudencia -su mujer- se oyó desde la cocina de la cuarta planta, en donde siguieron viviendo a pesar de las amenazas del casero.
-Nadie me va a echar de mi propia casa -contestó secamente a Prudencia, cuando ésta le pidió que aceptara la oferta de realojo de aquél.
Partisano de sus recuerdos, el último inquilino se atrincheró al final del pasillo de la vivienda en disputa. No le molestaban las escaleras vacías, las puertas atrancadas o la suciedad que se iba acumulando en el portal de la finca. A quien odiaba era a Prudencia. Ella era peor que el casero, con sus silencios cargados de incomprensión y sus miradas torcidas. No se marcharía, él no se iría a ningún piso de mierda en el extrarradio.
El viejo intentó moverse y no pudo. No sentía ningún dolor. Ni siquiera se dio cuenta de la postura en que se hallaban sus piernas, torcidas en un trágico escorzo a consecuencia del impacto contra el suelo. Oyó el transistor, pero sabía que ella no le ayudaría. Perra de mujer, al fin lo había conseguido. Notó un líquido viscoso en los oídos. Sangre. Si pudiera, se habría estremecido.
Atardeció y las ventanas fueron perdiendo el brillo azulado. Los mirlos del tejado parecían vigilar, impávidos, al moribundo. Cada agonía es sustantiva y en la del viejo no había túneles alargados, luces maravillosas, lagos cristalinos ni zarandajas de esas. Las imágenes que veía eran sobre momentos fugaces de su vida, instantes mugrientos y rutinarios que chisporroteaban en la aceitosa penumbra del vestíbulo de la muerte: Prudencia rompiendo sus cigarrillos; Prudencia gritándole por haber salpicado de orín la tapa de la taza del retrete; Prudencia olvidándose de comprarle el vino o Prudencia ordenando el vete a comprar el pan, como si ella tuviera otra cosa que hacer. Prudencia hasta el último momento, sempiterna en las imágenes crepusculares que le asaltaban.
Recordó el pasillo que los separaba. Le pareció tan largo como los últimos años que había padecido al lado de la gorda y encanecida mujer. Nada que ver con la preciosa muchacha de pelo rubio ensortijado, que miraba desde una fotografía presa en el marco del espejo del cuarto del matrimonio, donde él hacía años que no dormía. En los últimos meses quiso romper aquel retrato cuarteado por la roña del tiempo y hoy lo había conseguido, a eso de la sobremesa, cuando los pájaros escuchaban desde el tejado las estupideces que decían en la Cadena Ser. Para él, entre el amor y el odio hubo más de un paso, exactamente los que caminó por el pasillo, hasta la cocina.
Ella estaba en la ventana, con el cuerpo medio afuera. Quizá recogiendo la colada. O tal vez mirando las ventanas de los pisos abandonados de abajo. Qué más daba. La vio con el gordo culo en pompa, balanceándose en el alféizar de la ventana, con las zapatillas de fieltro medio caídas y las pantorrillas varicosas, tensas por la postura. La odió más todavía, más que cuando, instantes antes, rompió la fotografía. Cogió carrerilla desde la puerta de la cocina y se abalanzó sobre Prudencia. Un empujón y caería al patio… Pero cuando llegó hasta ella, con los brazos extendidos hacia delante, Prudencia se apartó hacia un lado con agilidad y antes de salir disparado por la ventana vio en su rostro un gesto de salvaje alegría, una mueca que le resultó espantosa. Nunca imaginó que Prudencia pudiera tener aquella risita de dientes pequeños, ennegrecidos y puntiagudos, aquellos ojos saltones que parecían querer salirse de las cuencas o aquella piel escamosa y repugnante, roturada por arrugas que parecían cicatrices.
El viejo dejó de oír la radio. Luego, la vida se le escapó como una húmeda pepita de limón se escurre de entre los dedos.
Sonaron golpes y gritos desde la puerta de su casa, que él ya tampoco pudo escuchar:
-¡Abre, que tienes una citación del Ayuntamiento! Creo que es sobre el entierro de Prudencia…
Una rata correteó alrededor del cuerpo y olfateó la sangre que encharcaba el patio.
-¡Abre, que no te miento! -el casero siguió aporreando la puerta, pero solo le respondió el silencio.
Alas negras de pájaros en el cielo. Los mirlos, asustados por los gritos, levantaron el vuelo.
Febrero de 2005
Relato publicado por la Revista Narrativas -ya desaparecida- en 2006
Pedro Martínez Corada
Madrid, España
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPor cierto, se trata de un relato sumamente inquietante. Gracias por darlo a conocer.
ResponderEliminarQué interesante relato colmado de imágenes contundentes y estremecedoras que disfruté recorrer hasta su final de aves y silencios... Muy bueno! Muchas gracias Pedro por tu compartir. Gracias Anita por difundirlo. Abrazos a ambos.
ResponderEliminarQueridas Lina y Ana:
ResponderEliminarMuchas gracias por la lectura y los conceptos.
Mi abrazo
Analía