El acantilado
Desde el acantilado sólo se divisaba un bote sin tripulante.
Había salido a caminar y el azar lo llevó a ese lugar. Su esposa había viajado
a ver a la madre que vivía en un pueblo vecino a pocos kilómetros. Últimamente
la salud de su suegra se había convertido en una preocupación y su mujer
viajaba a menudo a visitarla. Se asomó cuidadosamente y a lo lejos divisó una
pareja que caminaba por la angosta playa, dejando sus huellas en la fina arena.
Iban tomados de la mano en una actitud decididamente amorosa.
El sol ya se había puesto en el horizonte y las primeras sombras
envolvían a la pareja haciendo borrosas sus figuras. Pensó en su mujer y una
ola de erotismo le recorrió el cuerpo. Ojalá que volviera con buen ánimo y no
demasiado tarde. Esos viajes la cansaban mucho y más de una vez llegaba con
jaqueca y sólo atinaba a darse una ducha e irse a dormir.
Los amantes dieron un rodeo, se acercaron al bote que estaba
asegurado a una roca, subieron y se alejaron remando lentamente hacia el oeste,
donde un pequeño amarradero hacía posible llegar a tierra firme, lejos de los
acantilados.
Los vio alejarse con un poco de envidia y la mente puesta en las
próximas horas. Emprendió el regreso acuciado por la idea fija. Cuando llegó,
ella todavía no estaba.
Pensó en preparar una cena ligera. En eso estaba cuando se abrió
la puerta y su esposa con el rostro cansado y el cabello desordenado le dio un
beso. Después de dejar su bolso sobre un sillón le contó que estaba agotada del
viaje y lo único que quería hacer era darse un baño e irse a descansar. Todas
sus fantasías eróticas se derrumbaron.
Mientras el ruido de la ducha llegaba a sus oídos, tomó el bolso
y lo llevó al dormitorio. No vio que sobre el sillón una fina estela de arena
había dejado su huella.
30 de julio 2003
Marcelo Finkelstein
Nació en Buenos Aires, Argentina. Reside en Kibutz
Alumot, Israel
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