Primavera
Te aguardo, primavera, en los tiempos del agua,
y en los azahares blancos
danzando por el suelo
y vistiendo de novia, las veredas.
Te aguardo en las ramas del sauce
con sus pies descalzos,
regresando en verdes esperanzas nuevas,
para amarse otra vez con el río y la piedra.
Te aguardo en este invierno
tan largo, tan eterno,
con un resto de savia corriendo por mis venas
para abrir, primavera, mis ventanas y puertas.
Te aguardo en el tiempo del lirio y de la rosa,
de la tinaja vieja
esperando para gestar en su vientre el mosto nuevo;
te espero en la acequia abierta,
que regará la espiga para alumbrar la siega
cuando diciembre sea un coro de coyuyos
madurando la siesta.
Te espero primavera amiga, hermana,
amante de la tierra,
aunque sea esta la última primavera
que tenga…
Y finalmente, tan solo por decir, te digo:
guárdame primavera en tu ternura,
guárdame en la siembra y la cosecha;
y en la hora de prolongarme, ya sin sombra,
guárdame primavera entre tus brazos,
y en la saliva ritual, conjunción de agua y greda.
Madre
Yo sé que no te has ido madre
que te quedaste en mí, toda en mí, o si no toda
tal vez en parte.
Me miro en el espejo de los días
y cerrando los ojos te veo a ti en mí;
en la cara, en los ojos, en las manos,
en ese andar presto
por la casa
buscando algo sin saber qué
pueda que un hijo que se encuentra lejos,
un padre que no está, o una palabra
para decirla bajito,
escucharla en silencio
como se lee una carta amarilla y arrugada
de los seres amados que no están
pero dejaron sus lugares
en el alma.
Yo sé que no te has ido madre,
que estás al lado mío como siempre;
con tus manos redonditas
como lunas de azúcar acariciando mi frente
a veces afiebrada.
Yo sé que no te has ido, madre;
ayer te busqué y te encontré en tus cartas,
estabas de regreso, de nuevo en casa,
con tu paso menudo, y yo a tu lado
buscando hasta encontrar esta palabra
para decir tu nombre en esta carta,
para gritarte en el oído,
Madre, no te vayas, por favor, no te vayas;
quédate a nuestro lado para siempre
o por lo menos hasta que yo me duerma
eternamente
encogido y abrigado, sobre tu falda.
que te quedaste en mí, toda en mí, o si no toda
tal vez en parte.
Me miro en el espejo de los días
y cerrando los ojos te veo a ti en mí;
en la cara, en los ojos, en las manos,
en ese andar presto
por la casa
buscando algo sin saber qué
pueda que un hijo que se encuentra lejos,
un padre que no está, o una palabra
para decirla bajito,
escucharla en silencio
como se lee una carta amarilla y arrugada
de los seres amados que no están
pero dejaron sus lugares
en el alma.
Yo sé que no te has ido madre,
que estás al lado mío como siempre;
con tus manos redonditas
como lunas de azúcar acariciando mi frente
a veces afiebrada.
Yo sé que no te has ido, madre;
ayer te busqué y te encontré en tus cartas,
estabas de regreso, de nuevo en casa,
con tu paso menudo, y yo a tu lado
buscando hasta encontrar esta palabra
para decir tu nombre en esta carta,
para gritarte en el oído,
Madre, no te vayas, por favor, no te vayas;
quédate a nuestro lado para siempre
o por lo menos hasta que yo me duerma
eternamente
encogido y abrigado, sobre tu falda.
Gustavo Córdoba
Cuanta fibra sensible y profunda en estos versos. Saludos fraternos.
ResponderEliminarGracias por tu lectura, Martina. Gustavo es un excelente amigo personal.
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