Anochece en San Eladio
Sobre el andén desolado, acomodo mis huesos en un
banco de madera. Este domingo de otoño agoniza. Estoy guardando la escopeta y
las seis perdices que cacé, me imagino que me preguntan
“¿qué te hicimos?”. Pues la última de ellas fue la última, acabo de decidir que
no volveré a cazar ningún animalejo en mi vida.
Estación San Eladio, ¿cómo habrá sido tu ayer? Poco
a poco la pastura se fue comiendo las vías. El irónico cartel de “Jefe” sigue
aguardando al que se tuvo que ir. Me imagino, hace décadas, a cinco o seis
personas esperando al tren que los alcanzaría a Mercedes. Tal vez, algunos de
ellos, tuvieron la suerte de no presenciar este cataclismo que la autoridad
implacable decretó.
Hay un silencio que duele, el que de pronto se
quiebra gracias a un zorzal. En la copa de los pinos el viento impone una danza.
La agónica palidez del sol se demora en los rieles oxidados. Pascual, mi amigo
de siempre, viene arrastrando junto al perro su cansancio. Llega hasta mí y,
como siempre, me hace sonreír con sus ocurrencias.
Una bandada de cotorras buscan refugio entre la
fronda. Los dos teros alcahuetes de esta tarde se fueron a dormir. Los últimos
leños con que hicimos el asado chisporrotean un poco y sucumben sobre las
cenizas. Una estela de humo asciende lento, como no queriendo irse.
Comenzamos a acomodar todos los petates en el baúl
del coche. Mientras orinamos, uno contra un paraíso y el otro tras el cartel de
la estación, un ternero muge a la madre que no viene. Un perro le ladra al
crepúsculo y un loro, hasta ahora inmutable, se anima a imitarlo. En el espejo gris
de un charco un eucalipto se mira.
Le hago una seña a Pascual y escuchamos un silencio
inquietante, silencio de soledad, de olvido, de muerte. Comenzamos a alejarnos,
y una sábana de sombras se ha robado todos los colores. Atrás, una rodaja de
luna se asoma en el confín del andén.
Emilio Núñez Ferreiro
Escritor de Barcelona, España. Reside en San Antonio de
Padua, Buenos Aires, Argentina
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