-Ituzaingó, Buenos Aires, Argentina-
El refugiado
Confundidos por el polvo del desierto, sus ojos como barcos muertos ya no distinguen el borde del abismo, ni el sendero escarpado, ni una piedra del animal rastrero.
Huye porque sí, ya no pregunta por la libertad posible, no busca la fuente para su sed, ni responde por su dios que lo aturde con el silencio.
En el miedo secular que lo inunda, percibe la sinrazón en la sabana amarillenta, estéril, más allá de una frontera cualquiera, no importa dónde, para él será igual.
No oye los susurros ni los gritos.
Su cuerpo es un pájaro pesado, torpe, no recuerda en que árbol perdió su nido, sólo puede seguir y seguir y tropezar con esqueletos de bestias sedientas.
No puede detener el paso, menos yacer en paz. Gime de sed el niño sobre sus hombros lacerados, le exige seguir, errante peregrino.
Cuando cae, sus huellas ya estaban borradas…
El ataúd usado
Después de discurrir largamente, mi hermano Simón decide que no es inconveniente que yo comparta el ataúd con el tío Ismael (fallecido allá lejos y hace tiempo).
Dice Simón a la familia: es notable la diferencia de precio e ínfima la posibilidad de que, con el tiempo, la comunidad sospeche un incesto.
La funeraria (el dueño es gentil) le ha ofrecido cremación y urna por un precio más conveniente y Simón - que ha extraviado los preceptos de la religión - aceptó.
A partir de ese treinta de abril comparto una vasija mortuoria con Ismael, judío liberal y viudo de primeras nupcias; se trata de un hombre desconocido para mí; eso es lo que a juicio de Simón evita los comentarios maledicientes y además - adujo - no puede ser atrevida tamaña cercanía con alguien que me lleva casi doscientos años.
De cuando Aurora aprendió a rezar
Y fue así que el Tirifilo Gadea aprendió con su tata el oficio de cuidador del santuario. Desde que se le legara dicho cargo, con prebendas y autoridad, el Tirifilo no ha descansado hasta dotar al santito de todo lo mejor.
En principio declaró su devoción a cuanto cristiano se le cruzara; también se hizo tatuar la imagen venerada en lugar bien visible. Ya debidamente identificado, buscó al mejor imaginario de la comarca. Lo encontró recluido por perpetua, pero eso no lo arredró.
- No era cuestión de achicarse, ¿ha visto?
Y lo contrató.
El asunto es que el Tirifilo llevaba termo y mate al corral y mientras ordeñaba a la Aurora, en momentos de concentración especial, le pedía al santito por el artesano preso. Promesando al santo logró la libertad del condenado.
Tanta devoción alejaba a las chinas de su rancho de corteza de urunday. A las mujeres no les gusta la competencia en las sinrazones de la fe, como a los hombres en las razones del poder.
Una mañana el Tirifilo escuchó el silbido de las almitas que, como todos los del oficio saben, es señal de peligro: en efecto, la creciente amenazaba el rancho del susodicho y el santuario del protector. Una vez más, el cuidador y el santo, debieron huir por la orillita del camino:
- Hasta l'Aurora aprendió a rezar, pa’ no ser menos, ¿ha visto?
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Todas las cosas buenas son nuestras; ya el alma no necesita del cuerpo más que lo que el propio cuerpo necesita del alma.
Robert Browning
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miércoles, 13 de junio de 2012
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