lunes, 8 de junio de 2009

Jorge Alonso

-Buenos Aires, Argentina-

“Vos sabés como es Jorge”


Ocurrió el día que lo enterramos a Alberto, apenas unas tres o cuatro horas después. Mi hermano y yo nunca fuimos muy parecidos. Nosotros lo sabíamos y conocíamos muy bien las diferencias, pero cada tanto aparecía alguien que nos confundía. Casi siempre era alguien que hacía algún tiempo que no nos veía. Yo me llamo Jorge y por esa época tendría un poco menos de cincuenta años. Mi hermano se llamaba Alberto, y me llevaba unos pocos años, exactamente seis.
Cuando salimos del cementerio, después de todo, mi madre y mi hermana se fueron a su departamento, a seguir con la rutina de siempre, ahora con un motivo nuevo para seguir sufriendo, y yo y algunos amigos de Alberto nos metimos en el primer boliche que encontramos, en la calle Corrientes, a tomar unos whiskies y a contar y escuchar historias de sus casi treinta años en la capital, en el periodismo y en la noche de Buenos Aires.
Nos separamos cerca de las tres de la tarde y cuando quedé solo tomé un taxi para ir hasta el centro. Tenía que retirar un saco que había comprado unos días antes. “No es un trámite para un día de entierro”, pensé mientras le decía al chofer que me dejara en Maipú y Corrientes. Tenía que caminar cuatro cuadras y elegí Lavalle, que a esa hora todavía era una linda calle. Iba distraído, pensando en las horas y los días que habíamos pasado juntos en la confitería El Reloj, casi la oficina de Alberto, cuando escuché el grito.
-¡Astolfi!
Tenía una vaga idea de haber visto alguna vez a quien venía hacia mi, sonriente, y con los brazos abiertos. ¿De dónde lo conocería? ¿Del diario? ¿De mi pueblo? ¿De Río Cuarto? No tuve tiempo de pensar mucho más. Mientras me abrazaba decidí que era más práctico seguirle la corriente, hablar uno o dos minutos, despedirnos y a otra cosa. Por suerte, como ocurre casi siempre, el tipo tenía más ganas de hablar de sus cosas que de preguntar nada y después de escuchar que le iba bárbaro, que la hija mayor se había casado, que estaba ganando más plata que nunca, que estaba saliendo con una secretaria nueva que era una máquina, y de decirle que no podía ir a tomar un café, que me estaban esperando, nos despedimos. Otro abrazo, promesas de llamarnos, y seguí mi camino. Sólo había dado dos o tres pasos cuando me largó la pregunta.
-Che. Y Jorge, ¿cómo anda?
Entonces me di cuenta. Me había confundido con Alberto. Contarle que yo era Jorge y que a Alberto lo acabábamos de enterrar hubiera sido prolongar la charla y escuchar los lamentos habituales. Yo no tenía nada de ganas de eso, y le contesté casi sin pensar.
-Y, como siempre. Vos sabés como es Jorge -le dije, y volví a caminar por Lavalle, hacia el bajo, pensando que sin querer había dicho las mismas palabras que con seguridad habría dicho Alberto, hasta con su mismo tono, entre crítico y resignado: -“Y, como siempre. Vos sabés como es Jorge”.


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Yo no pregunto de qué raza es un hombre; basta que sea un ser humano; nadie puede ser nada peor.

Mark Twain

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