Fue en el atardecer en que admiramos más allá del crepúsculo las últimas estribaciones donde reinaban los árboles.
Era cuando el mundo admitía su derrota no de golpe, sino de un modo paulatino y sagaz, casi como si no quisiera darse cuenta.
Aquellos árboles, preguntaste, qué son. Eran especies ajenas a mi conocimiento de entonces, y callé. Volviste a hacer la pregunta de un modo un poco imperativo, sonriendo y con una casi vehemencia que nunca había sido tu estilo. Sonreí cohibido, y volviste a esa serena sonrisa con la cual volvías todo a su exacto lugar. Y me dijiste que repitiera esos nombres: tilos, casuarinas, magnolias y palo borracho, de flores blanquísimas que en mi memoria flotan como copos de algodón o de azúcar en esos capullos de azúcar que comprábamos los domingos en la cancha de fútbol donde merodeábamos curiosos antes de interesarnos por el juego que más temprano que pronto iría a ser nuestra pasión excluyente y el motivo de un reto paterno, por el temor que el hijo perdiera interés en los estudios y pretendiera abandonar la escuela, como ya habían hecho algunos chicos del pueblo. Entonces hubo órdenes rígidas, como toda regla del padre: “En esta casa sólo está permitido hacer comentarios de fútbol los sábados y domingos”. Inútil protestar porque el castigo podría ser mayor. Pero uno se desquitaba con los amigos en la escuela o en el campito de gramilla mezquina que soportaba nuestras zapatillas rotas o nuestros pies descalzos si era verano.
Pero vos, que todo mirabas con esos ojos oscuros, que todo comprendías, ahogabas una lágrima en tu delantal que olía a cebolla, y amasabas esos buñuelos repletos de azúcar impalpable para el mimo que mi padre no percibía, en esa distracción y en su empecinado autoritarismo. Y ese gesto que ofrecía siempre la arista más dura, obcecada e intolerante. Y pobre si alguien osara contradecirlo en su orden que reportaba con su andar mudo y taciturno, cómo saberlo si era real o un papel que debía cumplir como hombre que no llora nunca.
No sé si es cierto papá que nunca lloraste.
Y sin embargo ella que era tan propensa al llanto llevaba en su tímida risa todo el amor que cobija mi pena infinita en estos tiempos hostiles como antes en la indefensión de los años.
Jorge Isaías
Rosario, Santa Fe, Argentina
Bello relato que pinta un momento familiar, colmado de sentimientos. Felicitaciones !!! Jorge Rodriguez
ResponderEliminarMuchas gracias por tus conceptos, Jr.
EliminarMe alegro que te ha gustado el relato.
Muchos cariños
Me emociona este relato de Jorge Isaìas!! Muchas gracias!! Mi mirada es de nostalgia. No lo viví en mi casa pero sí, fui testigo de muchas familias en donde se practicaba el autoritarismo paterno como una manera de acentuar una dirección justa del entorno moral que debìa permanecer intachable para la formación de un futuro honroso y promisorio. Los tiempos han cambiado, la moral tiene otra óptica. El futuro nos dirá qué es lo mejor para la humanidad.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu lectura y tus apreciaciones, Bertha.
EliminarMi abrazo