El olor
Cuando regresamos
soplaba un viento fuerte que hinchaba los toldos de lona hasta despegarlos de
su armazón y los dejaba caer de golpe con un ruido sordo y pesado. Andrea se
estremeció, miró los plumeros rojos sacudidos sin clemencia y como la conozco
pensé que con seguridad habría capturado ese contraste entre el rojo y ese gris
oscuro y era seguro que ya iba escribir algo sobre eso.
Yo saqué los bolsos y el
equipo del mate del auto y los dejé junto a la entrada de casa, luego, cuando
abrí la puerta, percibí un olor extraño que no lograba identificar, no era
desagradable, sólo era desconocido, era un olor que no pertenecía a nuestra
casa.
Mientras Andrea regresó
al auto para bajar los abrigos y los libros que había llevado y el cuaderno
donde a cada rato, cuando una frase se le ocurre, la anota para luego usarla en
las hermosas cosas que siempre escribe. Yo, como un viejo sabueso recorría la
casa en busca del origen de ese olor que tanto me extrañaba. En cuanto entró y
dejó sobre la mesa de la cocina lo que traía, la miré y, ella, con el gesto de
siempre me preguntó que me pasaba.
-Hay un olor raro, ¿vos
no lo sentís?
-No, para nada. Aunque
como estoy un poco refriada, capaz que no me doy cuenta.
-¿Antes de irnos vos
aromaste la casa con un desodorante de ambientes nuevo?
-No. Hice lo de siempre,
le eché un chorro de lavandina a la pileta de la cocina y a la del baño, ¿pero
porqué, qué sentís, olor a qué?
-No sé. No es un olor
feo, al contrario, pero… Voy a cerrar el coche. Mañana lo lavo. Andrea, sonate
bien la nariz y ponete las gotas esas nasales que yo a veces uso. ¡Tratá de
oler, por Dios!
Cuando regresé, Andrea
sentada en una silla del living con los codos en la mesa, tenía en sus manos un
libro abierto y reía y lloraba al mismo tiempo. Cuando un rato antes entré,
había reparado en él. Era uno de Gabriel García Márquez, “El amor en los
tiempos del cólera”.
-Vení Pablo, olé- y alzó
hacía mí el libro. -Vos decís que soy una fanática de este autor. Olé, olé.
-¡Ha, sí, ese era el
olor! ¡Olor a rosas!
-Viste Pablo, viste.
Menos mal que dejé el libro abierto. Son las rosas que Florentino Ariza siempre
le daba a Fermina Daza.
Emilio Núñez Ferreiro
Escritor de Barcelona, España. Reside en San Antonio de
Padua, Buenos Aires, Argentina
Muy poético el relato que me llega justo el día Del Libro, un homenaje al autor y a los libros. Gracias
ResponderEliminarMuchas gracias por tu lectura, Haidé.
EliminarMi abrazo y mis mejores deseos
Analía