Las manos de mi madre
Las
raíces, que se extienden en sinuosos caminos, como buscando por ondulados
recorridos, extraerle a la tierra una pequeña parte de su eterno poderío, y
transportar su savia hacia plantas, flores, frutos, alimentos, son las manos de
la tierra. Y es nuestro cuerpo el que se funde en las entrañas de la tierra
luego de nuestra muerte, para que minúsculas raíces transformadas en manos lo
reciban, lo contemplen, lo acunen en su último sueño, como protegiéndolo de sus
desventuras terrenales o bien acunando el recuerdo de sus alegrías. Son las que
pacientemente transforman en savia esa forma terrenal desprovista ya de su alma
que seguramente en el cosmos se hospeda, quizás para fundirse en el tiempo en
otro ser y realizar nuevamente el misterioso y doble camino de la mortalidad y
de la inmortalidad. Mientras estos pensamientos recorrían mi mente, me
encaminaba hacia el cementerio de mi pueblo donde descansaba mi madre, desde
hacía dos años. Ya anochecía y estaba a punto de completarse el horario de
cierre del camposanto, cuando por el desparejo piso de baldosones, me acercaba
lo más rápido que me permitían mis cansadas y doloridas rodillas. Mi madre
había fallecido luego de ochenta y nueve años de lucha y tormentosa vida con
pocas alegrías y muchas tristezas, y yo tenía ya los setenta cumplidos. Era la
tercera vez que volvía a ese lugar y sentía que eran muy pocas las visitas
realizadas a su tumba. A medida que me acercaba, mis también cansados ojos
comenzaron a distinguir una tenue luz que partía desde la tierra y parecía
dibujarse en extraña figura. Adjudiqué en un principio mi observación a un
reflejo que pudiera partir del mármol de la lápida, confundiéndose con los
últimos y tímidos rayos solares y le resté importancia. Sin embargo, a medida
que me aproximaba, la débil luz del principio se acentuaba, y ahora ya más
cerca parecía tomar alguna forma y hasta un color suave, un celeste con
tonalidades más oscuras llegando en algunos bordes a un azul profundo. No podía
detenerme y sobreponiéndome a mi asombro proseguí acercándome. Ya no tenía duda
que procedía de la tumba de mi madre. El extraño sortilegio me llenaba de
curiosidad y asombro. No soy supersticioso pero una situación así, en un
cementerio y al anochecer, crea inquietud. Continué acercándome y ya a tan solo
un paso de la tumba de mi madre, la figura comenzó a envolverme. Soy católico,
no muy practicante de los ritos y costumbres de mi religión, acostumbro
concurrir a misa en contadas ocasiones. Debo confesar que solamente cuando
algún problema me aqueja me acuerdo de la virgen de Lourdes y a ella me dirijo
con ruegos para la solución de mis problemas. No comprendía qué estaba
sucediendo, pero increíblemente no sentía temor. Más bien una sensación de paz
y hasta de seguridad me amparaba, dentro de esa nube que me recubría, que me
protegía y brindaba todo el sosiego que mi mente y mi cuerpo necesitaba por los
sufrimientos acumulados. Me dejé envolver y me dirigí a mi madre como si ella
me escuchara, y quizás lo hacía, porque a medida que hablaba, parecía que esa
nube comprendía mis palabras y las trasmitía. Y hasta me pareció percibir su
voz a través de ella respondiéndome. Así estuve un rato con mi madre en su
tumba recordando hechos ocurridos felices e infelices y me pareció que ella
perdonaba mis desaciertos. Había llegado ese anochecer al cementerio con una
carga en mi conciencia y ahora sentía alegría en mi interior y estaba seguro
que la nube que me envolvía, eran esas raíces transformadas en las manos de mi
madre, que desde su descanso eterno me amparaba y me perdonaba.
Osvaldo Hueso
Morón, Buenos Aires, Argentina
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas gracias por pasar por aquí.
Deseo hayas disfrutado de los textos y autores que he seleccionado para esta revista literaria digital.
Recibe mis cordiales saludos y mis mejores deseos.
Analía Pascaner