viernes, 26 de julio de 2019

Osvaldo Hueso


Las manos de mi madre

Las raíces, que se extienden en sinuosos caminos, como buscando por ondulados recorridos, extraerle a la tierra una pequeña parte de su eterno poderío, y transportar su savia hacia plantas, flores, frutos, alimentos, son las manos de la tierra. Y es nuestro cuerpo el que se funde en las entrañas de la tierra luego de nuestra muerte, para que minúsculas raíces transformadas en manos lo reciban, lo contemplen, lo acunen en su último sueño, como protegiéndolo de sus desventuras terrenales o bien acunando el recuerdo de sus alegrías. Son las que pacientemente transforman en savia esa forma terrenal desprovista ya de su alma que seguramente en el cosmos se hospeda, quizás para fundirse en el tiempo en otro ser y realizar nuevamente el misterioso y doble camino de la mortalidad y de la inmortalidad. Mientras estos pensamientos recorrían mi mente, me encaminaba hacia el cementerio de mi pueblo donde descansaba mi madre, desde hacía dos años. Ya anochecía y estaba a punto de completarse el horario de cierre del camposanto, cuando por el desparejo piso de baldosones, me acercaba lo más rápido que me permitían mis cansadas y doloridas rodillas. Mi madre había fallecido luego de ochenta y nueve años de lucha y tormentosa vida con pocas alegrías y muchas tristezas, y yo tenía ya los setenta cumplidos. Era la tercera vez que volvía a ese lugar y sentía que eran muy pocas las visitas realizadas a su tumba. A medida que me acercaba, mis también cansados ojos comenzaron a distinguir una tenue luz que partía desde la tierra y parecía dibujarse en extraña figura. Adjudiqué en un principio mi observación a un reflejo que pudiera partir del mármol de la lápida, confundiéndose con los últimos y tímidos rayos solares y le resté importancia. Sin embargo, a medida que me aproximaba, la débil luz del principio se acentuaba, y ahora ya más cerca parecía tomar alguna forma y hasta un color suave, un celeste con tonalidades más oscuras llegando en algunos bordes a un azul profundo. No podía detenerme y sobreponiéndome a mi asombro proseguí acercándome. Ya no tenía duda que procedía de la tumba de mi madre. El extraño sortilegio me llenaba de curiosidad y asombro. No soy supersticioso pero una situación así, en un cementerio y al anochecer, crea inquietud. Continué acercándome y ya a tan solo un paso de la tumba de mi madre, la figura comenzó a envolverme. Soy católico, no muy practicante de los ritos y costumbres de mi religión, acostumbro concurrir a misa en contadas ocasiones. Debo confesar que solamente cuando algún problema me aqueja me acuerdo de la virgen de Lourdes y a ella me dirijo con ruegos para la solución de mis problemas. No comprendía qué estaba sucediendo, pero increíblemente no sentía temor. Más bien una sensación de paz y hasta de seguridad me amparaba, dentro de esa nube que me recubría, que me protegía y brindaba todo el sosiego que mi mente y mi cuerpo necesitaba por los sufrimientos acumulados. Me dejé envolver y me dirigí a mi madre como si ella me escuchara, y quizás lo hacía, porque a medida que hablaba, parecía que esa nube comprendía mis palabras y las trasmitía. Y hasta me pareció percibir su voz a través de ella respondiéndome. Así estuve un rato con mi madre en su tumba recordando hechos ocurridos felices e infelices y me pareció que ella perdonaba mis desaciertos. Había llegado ese anochecer al cementerio con una carga en mi conciencia y ahora sentía alegría en mi interior y estaba seguro que la nube que me envolvía, eran esas raíces transformadas en las manos de mi madre, que desde su descanso eterno me amparaba y me perdonaba.

Osvaldo Hueso
Morón, Buenos Aires, Argentina

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