La Lucinda
Como
una Madame Bovary rediviva, Lucinda Mora recuerda sus años mozos, desde un
lugar de su memoria que todavía no cede al paso de los años. Ellos son crueles
y arriesgados, así como intensos sus amores de juventud, la mayoría con
desastrosos finales. Sus pasos vacilantes la llevan hasta la ventana. Desde
allí espía el universo que se escurrió de entre sus dedos, cuando seguía el
mandato del instinto y las perversiones jalonaban la inmediatez de su rutina.
Criada desde la cuna para el matrimonio, supo poner punto final a su relación
con un hombre casado que, desde el vamos, puso en claro que jamás dejaría a su
familia por ella. Fue cuando apareció Romeo Gauto, un hombre bueno, algo mayor
y muy confiado en la muchacha de pueblo y su voluntad de formar un hogar como
Dios manda. El matrimonio se concretó y llegaron tres hijos. Lucinda intentaba
ser buena madre, no siempre lo consiguió. Mas era indudable que los amaba,
aunque no lo suficiente como para respetar los lineamientos impuestos por
códigos morales irreductibles.
Romeo
tenía un pequeño negocio de ramos generales, muy visitado por gente del pueblo
y comarcas aledañas. También lo frecuentaban viajantes, proveedores de
mercancía y ávidos de aventuras a las que Lucinda respondía afanosa, mintiendo
descaradamente para concretarlas. Amoríos intrascendentes, con finales abruptos
cuando ella balbuceaba entre jadeos su intención de abandonar a la familia para
seguir al amante de turno. El pequeño comercio crecía a ritmos insospechados,
Romeo amaba a su mujer y si se daba cuenta de los excesos de ella lo disimulaba
a la perfección. A tal punto llegó su adoración por la ingrata, que al costado
de la tienda adquirió un lote en el que edificó la casa que llevaría el nombre
de “La Lucinda”, como muestra de su devoción por la traidora. Lucinda tenía a
su favor la complacencia de Romeo ante su afición por viajar a la ciudad. El
cine era el pretexto, o las visitas a casas de modas. Las costureras del pueblo
no satisfacían el gusto por los trapos de Lucinda y nunca faltó una amiga que
hizo de tapadera a las escapadas eróticas de la dama en cuestión. Así pasaron
los años y la belleza de Lucinda se fue opacando.
Una
enfermedad repentina obligó a Romeo al cese de su actividad comercial. Ella lo
atendió correctamente, es bueno reconocerlo. Tal vez dándose cuenta que sus
errores la estaban apresando en una telaraña de la que no podría escabullirse.
Los niños habían crecido y se encaminaron hacia sus destinos elegidos. Lucinda
no tenía experiencia comercial, sus amantes ocasionales la estafaron y las
ventas cayeron estrepitosamente, lo que motivó el cierre del local comercial.
Luego de la muerte de Romeo, con deudas incontrolables que Lucinda no podría
cubrir, y la casa viniéndose abajo por falta de mantenimiento, ella transcurre
su vejez en soledad, arrepentida e incrédula por haber dejado pasar la
felicidad, o al menos, una aproximación a ella. Afuera, la vida transcurre
lentamente. “La Lucinda” es un despojo, con sus cortinas raídas, humedad en las
paredes y un armario que cobija algunas prendas de mejores épocas. Ella intenta
lidiar con sus fantasmas y demonios, abrazada a la nostalgia de lo que pudo ser
y no fue. Alguien de vez en cuando le acerca un plato de comida. Un gato viejo
y casi ciego como ella se adormece en su regazo mientras la noche llega
puntualmente a arroparla hasta el amanecer. Como todas las tardes, las sombras
rodean a “La Lucinda”, inclementes y austeras en medio de un silencio
insoportable.
Cuento tomado de Revista Literarte Nº 94, abril 2017
Catalina Zentner Levin
Nació en Corrientes, Argentina. Actualmente reside en
Israel
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