martes, 26 de septiembre de 2017

Catalina Zentner Levin

La Lucinda

Como una Madame Bovary rediviva, Lucinda Mora recuerda sus años mozos, desde un lugar de su memoria que todavía no cede al paso de los años. Ellos son crueles y arriesgados, así como intensos sus amores de juventud, la mayoría con desastrosos finales. Sus pasos vacilantes la llevan hasta la ventana. Desde allí espía el universo que se escurrió de entre sus dedos, cuando seguía el mandato del instinto y las perversiones jalonaban la inmediatez de su rutina. Criada desde la cuna para el matrimonio, supo poner punto final a su relación con un hombre casado que, desde el vamos, puso en claro que jamás dejaría a su familia por ella. Fue cuando apareció Romeo Gauto, un hombre bueno, algo mayor y muy confiado en la muchacha de pueblo y su voluntad de formar un hogar como Dios manda. El matrimonio se concretó y llegaron tres hijos. Lucinda intentaba ser buena madre, no siempre lo consiguió. Mas era indudable que los amaba, aunque no lo suficiente como para respetar los lineamientos impuestos por códigos morales irreductibles.

Romeo tenía un pequeño negocio de ramos generales, muy visitado por gente del pueblo y comarcas aledañas. También lo frecuentaban viajantes, proveedores de mercancía y ávidos de aventuras a las que Lucinda respondía afanosa, mintiendo descaradamente para concretarlas. Amoríos intrascendentes, con finales abruptos cuando ella balbuceaba entre jadeos su intención de abandonar a la familia para seguir al amante de turno. El pequeño comercio crecía a ritmos insospechados, Romeo amaba a su mujer y si se daba cuenta de los excesos de ella lo disimulaba a la perfección. A tal punto llegó su adoración por la ingrata, que al costado de la tienda adquirió un lote en el que edificó la casa que llevaría el nombre de “La Lucinda”, como muestra de su devoción por la traidora. Lucinda tenía a su favor la complacencia de Romeo ante su afición por viajar a la ciudad. El cine era el pretexto, o las visitas a casas de modas. Las costureras del pueblo no satisfacían el gusto por los trapos de Lucinda y nunca faltó una amiga que hizo de tapadera a las escapadas eróticas de la dama en cuestión. Así pasaron los años y la belleza de Lucinda se fue opacando.

Una enfermedad repentina obligó a Romeo al cese de su actividad comercial. Ella lo atendió correctamente, es bueno reconocerlo. Tal vez dándose cuenta que sus errores la estaban apresando en una telaraña de la que no podría escabullirse. Los niños habían crecido y se encaminaron hacia sus destinos elegidos. Lucinda no tenía experiencia comercial, sus amantes ocasionales la estafaron y las ventas cayeron estrepitosamente, lo que motivó el cierre del local comercial. Luego de la muerte de Romeo, con deudas incontrolables que Lucinda no podría cubrir, y la casa viniéndose abajo por falta de mantenimiento, ella transcurre su vejez en soledad, arrepentida e incrédula por haber dejado pasar la felicidad, o al menos, una aproximación a ella. Afuera, la vida transcurre lentamente. “La Lucinda” es un despojo, con sus cortinas raídas, humedad en las paredes y un armario que cobija algunas prendas de mejores épocas. Ella intenta lidiar con sus fantasmas y demonios, abrazada a la nostalgia de lo que pudo ser y no fue. Alguien de vez en cuando le acerca un plato de comida. Un gato viejo y casi ciego como ella se adormece en su regazo mientras la noche llega puntualmente a arroparla hasta el amanecer. Como todas las tardes, las sombras rodean a “La Lucinda”, inclementes y austeras en medio de un silencio insoportable.


Cuento tomado de Revista Literarte Nº 94, abril 2017

Catalina Zentner Levin
Nació en Corrientes, Argentina. Actualmente reside en Israel


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