Semillas de fuego
Sara se asomó a la puerta, se secó las manos en el delantal a cuadros, las frotó enérgicamente una contra otra y les exhaló la calidez húmeda de su aliento veinteañero.
Sus ojos entrecerrados hurgaron la lejanía, intentando atrapar el final de la jornada de los mineros de carbón allá…
Al otro lado de la montaña más alta.
A esta hora, Walter estaría emergiendo de la oscuridad del túnel, junto a otros doce obreros.
(La lengua casi muda y reseca, proyectando sombras gigantescas enfueguecidas por la intensidad del silencio fantasmático.)
Exhausto y feliz, al mismo tiempo.
La jornada había vuelto a ser propicia desde que Paco, uno de los más viejos, les había contado que “hay que pedir permiso a la Pachita para internarse en sus entrañas”.
Como hijo recién parido, con la camisa y el rostro abrasados de negrura, húmedos aún por la placenta derramada en la efusión de la Tierra.
Walter, el hermano más querido. Él que soñaba con tener su propia quinta y alimentar su numerosa familia con los frutos que obtuviera de ella.
En el ocaso del día, Sara sabía que su jornada de trabajo recién estaba comenzando.
La chimenea del horno exhalaba el exquisito legado del quebracho humeante, a la espera de los enharinados del lugar.
Schulenberg -pese a la connotación germana del nombre- guardaba entre sus cuatro paredes las confidencias insondables de los encuentros furtivos de los pueblerinos hijos de un paraje de la Provincia de Buenos Aires.
Schulenberg venía casi a conformar una especie de claustro hermanando susurros, miradas cómplices y de los que asistían a diario.
Al lugar iban noche a noche hombres y mujeres iluminados en los extensos silencios, taciturnos en sus andares cansinos.
Ella era, cada noche, cómplice y protagonista atenta, sonriente, de esos sólidos abrazos que lograban espantar por un rato, el desamparo de los solos.
Y era, también, quien acudía solícitamente a cooperar con quienes se percibieran desorientados o inexpertos en los ritos y placeres que acontecían allí adentro.
De aquellos hombres y mujeres de caderas estrechas, de andar campechano, que saciaban secretamente sus deseos y paladeaban lentamente los platos horneados por doña Argentina.
El viento rugía implacable y dueño absoluto de lo de afuera.
Observadora de todo, Sara atizó una vez más el fuego de la chimenea ubicada en el corazón de la posada, al mismo tiempo que Walter y Paco entraban al local.
Junto a ellos una ráfaga de viento helado recorrió los ejes de todos y de cada uno.
E hizo arder la resina olorosa de los troncos ardientes, primero.
Haciendo arder la vista de los parroquianos que hacía rato moraban en el lugar.
Luego se alzó, imponente y majestuoso, enlazando cortinas, mesas, sillas, muebles y paredes.
El fuego exacerbado alcanzó entonces el conocimiento, las reflexiones, las yuxtaposiciones, el verbo vivo, la lengua.
Porque también abrazó, en el silencio de sus parpadeos enardecidos, esos libros que los sustentaba en la ilusión y lo inexplicable, el periplo circular de otros universos, aliviándoles el alma dominada por las coyunturas frágiles y demasiado pesadas.
Debajo del ombú hallaron días después, abierto y desgajado, cubierto de un polvo blanco y espeso, el libro que Walter venía leyendo desde hacía varias noches: “Siembras provechosas y Energía eólica”.
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Si estás a favor de la libertad de expresión, entonces estás a favor de la libertad de expresión de los puntos de vista que no compartes. Si restringes la libertad de expresión sólo a los puntos de vista que apruebas, entonces no crees en ella para nada.
Noam Chomsky
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lunes, 9 de abril de 2007
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