Ella tatúa sus ojos con la tea de la vida. Sabe del secreto milenario escondido en las grutas, en manantiales de fuego, en la antesala del mundo.
Hay un lugar donde no llegan los caminos, un lugar con paredes extrañas y aldabas de tormentas y ella, ella sabe que allí se esconden los relámpagos, los abismos perpetuos donde se fraguan las tinieblas. Sabe que las respuestas son esquivas, jeroglíficos eternos obstinados en callar.
Toda ella es enigma, páramo, tormenta. Su vestido de algas flamea en el suplicio del retorno; es rehén de la vida, del naufragio, del reflejo del sol entre árboles del bosque.
Construye con sus pupilas esqueletos de intemperie; esconde en el aire respuestas impiadosas y agita máscaras en los senderos subterráneos del dolor.
A su lado, en el caldero, hierven extraños ritos para evitar emboscadas que la rondan.
Su estirpe pertenece a los extraños designios del principio.
El cielo le dibuja la frente, las manos, el fuego de sus ojos. Camina entre flores silvestres que intentan retener su sombra mojada de lluvia.
Sola, trata de orientarse hacia el lugar del misterio, aquél que guarda el portal sin llaves, el que no se muestra, el que es sin ser.
Su meta tiene contornos apagados, pero ella va incansable acompañada de sus sílabas.
Joven y anciana, nodriza de la tierra.
La bruja colmada de siglos la acompaña con su pócima bendita y le abre la puerta de la luna. La pequeña habitada de horas entra a ese reino plateado, brillante, milenario. Se aferra a las olas del viento y escucha la vibración de las estrellas.
La bruja se despide. Tiene que realizar hechizos en otros espacios. La niña se duerme en un cráter de paz y caramelo.
No sabe quién es, a pesar de la pequeña hendija detrás del espejo. Ni sabe, tampoco, que los rayos del sol se tamizan en vértigos secretos y quedan sus hilachas a merced del abandono.
No sabe que el amor, al fin, es escarcha, herencia de arcilla moldeada en traiciones, ni que el olvido es sostén de la memoria y la partida.
Ni siquiera sabe, niña huérfana, que por la cruz que lleva en su espalda deambulan ojos ciegos que reptan por el dolor del mundo.
Pequeña muñequita ojos de otoño, sonrisa de alabastro y paso de gorriones pariendo primaveras. El sol que te envuelve es un ala de noche que recorre la inmensidad del destino.
Detrás de las piedras, donde la sal del agua se oculta, donde la espuma del océano dibuja el paso de las eras, allí, pequeña supliciada, se ha tatuado el perenne abismo que te nutre.
Texto tomado de la página web de la autora
Susana Cattaneo
Buenos Aires, Argentina
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Los que se habían perdonado a sí mismos solían sentir más piedad hacia los demás.
Dolores Redondo
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