El candado
No sé si fue en un
sueño, pero después de tantos años volvió a mi mente la imagen de aquel
candado, que en complicidad con una gruesa cadena cerró detrás de mí los años
de mi infancia vividos en aquella casa que era de mi abuelo Vincenzo al que
recuerdo sentado en la sala grande. Apoltronado en su vieja hamaca y fumando
una pipa de hueso me contaba historias de cuando era niño en su Italia lejana;
pobre abuelo… aún se le humedecían los cansados ojos y le temblaban las manos
cuando nombraba a “mi Rosina”, así llamaba a la “nona” que no conocí. Esa señora
de mirada tan dulce del retrato sepia que estaba en el comedor.
Tomás, el gato negro
inseparable, se acurrucaba entre las rodillas del abuelo y le servía de apoyo
para sostener la antigua Biblia escrita en italiano que Vincenzo leía sentado
en el sillón hasta quedarse ambos dormidos.
Así los reflejaba el
gran espejo pegado en la pared de la sala que era su lugar preferido.
Una mañana sus ojos
claros se fijaron en los míos de un modo extraño y con suave acento me dijo: -
¡Sabes hijo… nunca me iré de esta casa! - Me abrazó fuerte y me dio un beso en
la frente.
Al día siguiente, al
volver de la escuela, había vecinos en la vereda y en el zaguán, algunos me
acariciaron el cabello al pasar. Adentro mis padres lloraban abrazados.
El abuelo dormía aún
en la vieja hamaca aferrado a su Biblia, pero ahora para no despertar. Tomás
había desaparecido.
El tiempo que todo se
lleva con la eterna velocidad de su paso marcó un antes y un después.
Mis tíos reclamaron la
herencia y hubo que vender la antigua casona.
Una fría mañana bajo
una llovizna gris hicimos la mudanza y cuando estuvo todo listo, papá cerró la
despintada puerta de rejas con aquella cadena y ese candado enorme.
Esa imagen rescatada
de la evocación llevó mis pasos hasta el viejo barrio de mi niñez. Allí estaba
la casa, envejecida, cubierta de malezas y enredaderas, los postigos
desvencijados y un cartel casi ilegible que decía “EN VENTA”… y el candado como
testigo inviolado del recuerdo.
Una excitación rara se
apoderó de mi ser y tembloroso no pude evitar acercarme. Mis manos transpiraban
al tomar esa piedra con la que apliqué un seco golpe al cancerbero de metal que
se entregó sin resistencia.
Di los primeros pasos
algo amedrentado, un gato negro salió disparando por el pasillo hacia los
fondos.
Me acerqué a la sala,
la puerta se abrió casi sin tocarla… y allí estaba la hamaca y el gran espejo
reflejando el último resplandor que se filtraba por las celosías en ese ocaso
otoñal.
El silencio y la
quietud de las habitaciones vacías me infundieron cierto pavor.
De pronto el gran
cristal espejado no devolvía mi imagen sino la de mi abuelo Vincenzo… mis
piernas se atornillaron al piso.
- ¡No temas hijo!
¡Gracias por venir a visitarme… eres el único! – y agregó con su sonrisa
bonachona - ¡Una vez te dije que nunca me iría de esta casa! Espero que vuelvas
pronto.
Y fue esfumándose
lentamente detrás de sus ojos claros.
Turbado, un escalofrío
me recorrió todo entero y mi mente parecía negarse a funcionar. Di un paso
hacia atrás y mi pie tropezó con algo, era la antigua Biblia escrita en
italiano; la deposité en el sillón que quedó hamacándose. Un acre aroma a
tabaco de pipa comenzó a inundar el lugar.
Al salir volví a
cerrar el candado, la incipiente noche me recibió con un abrazo frío. La luna
llena se desdibujaba a través de mis lágrimas.
Mar de Ajó - 2014-05-20
Vicente Aiello
José C. Paz, Buenos Aires, Argentina
UN FINAL PREVISTO, QUIÉN NO QUIERE VER NUEVAMENTE LA CASA, RECORDAR, RECORRER... pERO SI FUERA TU ABUELO NO TE PERDONARÍA DEJAR LA BIBLIA, UN LIBRO Y ADEMÁS UNA HERENCIA COMO ESA NO SE DEBE DEJAR EN MANOS AJENAS.PENSALO.
ResponderEliminarGracias por tus conceptos y tu lectura, querida Haidé.
EliminarCariños, una buena semana
Analía
Me encantó la descrpción del abuelo y el alma puesta en todo el relato.
ResponderEliminarBetty
Gracias por tu lectura, querida Betty.
EliminarCariños
Analía