lunes, 8 de octubre de 2007

David Slodky

Día de Reyes

Al comienzo, remoloneó un poco. De golpe recordó qué día era y de un salto estuvo de pie. ¡Allí estaba! El sulkyciclo que había pedido, con su caballito enjaezado, con su chicote enhiesto, con sus crines de algodón y sus ojitos negros y cristalinos, con sus patitas al paso… ¡Por Dios! Corrió a besar a sus padres, que lo miraban sonrientes mientras tomaban mate bajo la parra: “Ah, ínguele, kléinele, bíscele…”, escuchó el pequeño mientras azuzaba al caballito con su chicote y el sulky se ponía en movimiento por el patio enmacetado, guiado por las expertas riendas del jinete.
Casi sin lavarse, salió a la vereda. Ya toda la chiquillada estaba allí, mostrándose sus regalos; uno se había quedado despierto toda la noche y los había visto a los Reyes cuando entraban por la ventana, montados sus camellos en un rayo de luna; a otro le habían comido todo el pastito que les había dejado, pero no habían tomado casi el agua: se veía que no tenían mucha sed, seguramente porque traían agua en las jorobas.
El pequeño niño judío experimentaba -como sus amiguitos católicos- la felicidad del despertarse con el regalo pedido, pero se sentía más grande que los chicos del barrio: él sabía quienes eran en verdad los Reyes Magos. Sus padres le habían explicado la leyenda, y le habían pedido expresamente que no se la contara a sus amiguitos, que los dejara seguir creyendo y fantaseando.
Pedaleaba a todo galope en su sulky, esquivaba a los que jugaban con la pelota de cuero, a los que corrían con sus autitos de Turismo de Carretera, a los que desenfundaban los revólveres que pendían de sus cartucheras, a los que respondían las preguntas del Cerebro Mágico, a los que se trenzaban en el juego de la Lotería, de los Bonetes Mágicos, del Ludo, de la Troya con sus trompos, a los que concursaban con sus baleros, a los que corrían con sus bicicletitas con ruedas traseras laterales.
De golpe, sus azules ojos lo vieron: con el banquito en la axila, con el cajoncito de lustrar colgando de sus dedos, con sus ojos renegridos y tristones, el chiquilín rotoso y sucio los miraba. “Shta…”, le dijo a su caballito, tirando de las riendas. Dejó el chicote en el chicotero, y se apeó de su vehículo. Se acercó al lustrín. “¿Y a vos, qué te trajeron los Reyes?”. “Nada”, dijo el morenito, bajando los ojos. “¿Cómo te llamás vos?” preguntó a quemarropa el pequeño niño judío. “Marcelo Mamaní”. “¡Ah, eras vos! Los Reyes se perdieron y no encontraron tu casa y te dejaron los regalos en la mía, con tu nombre, dejándome encargado que yo te tratara de ubicar. ¡Pero cómo iba a saber yo cómo ubicarte, si ni ellos pudieron! Ya te los traigo” y corriendo entró a su casa para salir enseguida con su pelota de cuero, el autito del aguilucho, y dos libritos de pinturas. “Perdoná, la pelota está un poquito sucia, pero no pude resistir las ganas de jugar un ratito; el autito tiene unos raspones, pero es que al comienzo no había visto que era para vos, y salí a jugar carreras con los chicos del barrio; y los libritos tienen algunas páginas pintadas, porque ¡me dieron unas ganas! Pero quedaron todas estas otras limpitas, ves? Bueno, otra vez avisáles bien cómo encontrar tu casa”. La carita del lustrín resplandeció. Acomodó como pudo su cajoncito de lustrar y su pelota y su autito y sus libros, y se fue caminando, mirando de vez en cuando para atrás. El pequeño niño judío lo miró alejarse, volviendo cabizbajo a su sulkyciclo. Un raro sentimiento, que nunca antes había experimentado, le oprimía el pecho. Muchos años después, supo que eso era una rara mezcla de angustia y de felicidad. Pero lo que nunca supo, fue que en ese mismo momento Alguien lo miraba sonriente, mientras repetía “Ah, ínguele, kléinele, bíscele…”

David Slodky - Salta

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El mejor servicio que podemos prestar a los afligidos no es quitarles la carga, sino infundirles la necesaria energía para sobrellevarla.
Phillips Brooks


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