sábado, 1 de septiembre de 2012

María Fabiana Calderari

-Santiago del Estero, Argentina-

La venganza

Después de todo, la lentitud de la muerte es el peor castigo.
Al pecoso le bastó apuntar con precisión en una agenda desgastada: “A las tres, el cinco”. Luego me dio instrucciones para el depósito del dinero.
¿Quién podría sospechar de un muchacho de sonrisa cómoda, con el sol ensortijado en su cabellera y lleno de pecas y entusiasmo? Ni siquiera Lombroso o Ferri desconfiarían. Como yo, que también me fié de ella, de su belleza peligrosa y sus enigmáticas ausencias.
El pecoso llamó en la fecha convenida y no supe más de él.
“Hecho; con un torpe suspiro se desprendió de la vida”, dijo con una voz gutural y colgó el teléfono.
Desde ese día endemoniado me apoltroné, despavorido e insatisfecho. Creí que ante su muerte merecida, quedaría henchido de gozo, empero estoy muriéndome lentamente.
Ella sí que supo vengarse…


El descanso

La ciudad permanecía abandonada al calor agobiante de la siesta. Apenas una ligera sombra bastó para que se detuviera y abrazara la fresca ilusión de la fronda.
Tendido a sus anchas comenzó a refregarse la greña abultada.
No resisto estos sobresaltos. Este perro callejero desconoce que ya soy una pulga avejentada.


La caja

Otra vez encuentro al hombrecito sentado frente al primer escritorio. Un ligero mohín de la cabeza recostada sobre su mano derecha me indica el recorrido.
El pasillo es angosto e incómodo. Las paredes sudan. La oscuridad momentánea hace más luminosa la habitación contigua.
Cientos de papeles hacinados en mesas gemelas ocultan cientos de rostros aburridos. Detrás de una computadora que está pegada a la ventana, alguien (el monitor le tapa la cara) señala con el dedo la otra puerta.
En la galería descubro una escalera. El pasamano está desajustado, los escalones truenan y se reproducen. Entro en una oficina más pequeña. Una señorita con trenzas y faldas cortas me sonríe con amabilidad y continúa hablando por teléfono.
El gerente no está.
Galería. Pasamano. Escaleras. Palpitaciones. Habitaciones pequeñas. Pasillo angosto. Portal.
“Hgm pfrtmjl plsmtrc rrchmd”, repite con frialdad un tipo flaco que se cuela por un traje gastado. Regresaré mañana. Tal vez, algún día logre comprenderlos.


Imaginación

He extraviado mi imaginación.
Hay huellas convexas y enormes por todos lados, que conducen hacia la ventana del ático.
Temo que Dactilus, el dragón que habita fuera de la casa, haya aprovechado mi descuido.


El reloj

La piel se le escapa por la sima de los huesos, como el tiempo. La casa huele distinto. El Babo (así lo llamó por primera vez el mayor de los cuatro niños, y luego a todos se les fue olvidando su nombre) está muy enfermo. Leopoldo lo visita cuando los demás regresan a sus tareas, y el Babo es sólo para él.
Cada tarde inicia el ritual. Le sudan las manitos, arruga la frente y los párpados para tragar las piedras que le tapan la garganta. Atraviesa la puerta gris de la habitación y sonríe. Sube con dificultad a la cama, sujetándose del cobertor. Besa la nariz pálida de su abuelo y recoge las golosinas escondidas entre las sábanas. Juegan y murmuran. Juegan, murmuran, murmuran hasta que la abuela despide al niño y apaga las luces.
Esta tarde es diferente, aunque no llueve (es otra tristeza, más sinuosa). Corre, olvida el ritual, ¿para qué?, si las piedras han escalado hasta los ojos. “¿Babo?, ¿Babo?” repite. “El Babo se ha dormido” le dice su mamá. “¡Babo! ¡Babo!” insiste. Y Leopoldo comprende. Corre, corre para ver si el reloj del comedor también se ha dormido.


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Se oscurece el sol al mediodía y enmudece la música del alba cuando hay tristeza en el corazón.
Edward Young

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