lunes, 26 de marzo de 2012

Eduardo Coiro

-Temperley, Buenos Aires, Argentina-

La lección


A edad oportuna la abuela se lo había dicho a su madre con todas las letras.
Años después su madre pudo explicárselo a ella con la firmeza de un catecismo. Como un saber que no debe ser olvidado:
“Hay que conquistar el corazón del hombre, pero que él no conquiste el tuyo”
No entregar jamás el corazón -ni mucho menos la ilusión- era la consigna.
El tiempo pasó escurriéndose como el agua. Su libertad era tan profunda como su soledad.
En la cola del banco, mientras esperaba su turno para cobrar la jubilación. Escuchó la conversación de dos mujeres jóvenes que hablaban de cómo “Enganchar un tipo”.
Quiso hablarles pero se le hizo un nudo en la garganta.
Decirles que no es así. Qué el amor no es enganchar al otro.

Lamentó una vez más no tener hijos ni nietos para cambiar la lección.


Florecido

El hombre la había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable en el jardín.
Con la misma brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir nada.
Al otro día, justo al otro día. El hombre plantó en su lecho a una muchacha bella como una azalea. La mujer se marchó prontamente sin echar raíces en su vida.
No se quedó quieto. Siguió plantando bellas mujeres que se marchitaban antes del nuevo amanecer.
Nadie pudo crecer ni florecer en ese lugar. Su vida era un jardín desierto al que regaba inútilmente antes de anochecer.

Hasta que percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo y que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza. Y eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.
El hombre se vio a la siguiente mañana en el espejo y comprendió lo que sucedía.
No había logrado extirpar bien las raíces de ella. Su amada.
Sus brotes se abrían paso por sus poros y estaban a punto de estallar en flor.

-Sólo pido que las flores sean del color de sus ojos. Pensó resignado.


Quería escribir

Él necesitaba escribir.
A primera hora, cuando los zorzales cantaban a la primavera. Mientras su mujer e hijos dormían...
Él quería escribir.
Hasta la media mañana al menos, cuando empezaba a escuchar a su mujer que protestaba desde la cocina:
-“A la carnicería hay que ir con plata”.
-Seamos vegetarianos y felices –le contestaba a los gritos desde la habitación.

No tuvieron que cazar para comer perdices.
Ni dejaron de ir a la carnicería.
Ni fueron felices.

Él, no escribió nunca más.


Mascarones

Ese hombre dobló en la esquina.
Su mirada podía verse perdida, como viendo en otra parte, en otra época.
Hablaba solo.
Gesticulaba con sus brazos levantados, daba órdenes a seres del aire.
-Sólo vemos mascarones de proa.
(Me pareció oír cuando pasó a mi lado).
Nada ni nadie puede decidir el rumbo. Algún destino consciente y compartido…
Cuánta soledad de alta mar o de desierto se ve a cada paso. Completé en imágenes a mi modo.

Mientras, lo escucho alejarse con pasos que parecen crujir sobre una cubierta de madera.


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Las ilusiones tienen tanto valor para dirigir la conducta, como las verdades más exactas.
José Ingenieros

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