Hija de la desocupación
Estaba sentada en los escalones de la Estación de Once. Tenía las piernas cruzadas y una revista en la mano. Mostraba una actitud como de no esperar nada de nadie.
Él la reconoció, a pesar de su nuevo corte de pelo y los anteojos ahumados. Hoy estaba limpia y relativamente decente con esa falda ajustada y la blusa color té.
Pero no pudo recordarla, sino desnuda en aquella inmunda habitación de hotel barato. Esa noche, su piel morena estaba sucia como un estigma. Y ese cuerpo desmadejado que se le ofreció por una escueta cena, tenía tantos ayunos como ilusiones postergadas. Quizás, si la hubiera visto comer antes, no se hubiera dejado llevar por su animal instinto. Pues esa boca mellada por las estrías que los fríos habían acumulado, mostraba al sonreír, dos desordenadas hileritas de dientes picados. En aquellos ojos, se operaba la misteriosa putrefacción de la ciudad. En su joven rostro, prematuramente avejentado, se notaban las sucesivas lluvias de humillaciones y engaños.
Mientras esos recuerdos le refrescaban el arrepentimiento que se había enquistado hacía ya tres meses, la contemplaba desde atrás de un taxi. Temía ser reconocido, aún así, como hoy, vestido.
Ella levantó la cabeza y se colocó los lentes ahumados a modo de vincha. En ese momento, pareció adquirir una especie de madurez prestada. Sus labios pintados y entreabiertos, parecían encerrar todas sus futuras pecaminosidades. Luego miró hacia él, pero su mirada triste se posó más allá, en la Plaza Miserere.
De pronto, él dio tres pasos hacia ella. Tenía la necesidad de reivindicarse. Pues no podía dejar de compararse con aquel degenerado celador del reformatorio donde había crecido. Él que, con su cara transformada por la perversidad, le obligó a perder la inocencia y su condición de futuro hombre. Una verdadera antesala del infierno, de la cual, salió dudando durante tantos años de su verdadera sexualidad. Por lo tanto, quería ofrecerle otra cena, pero esta vez sin nada a cambio.
Se ilusionaba que fuera anónima, que ella no recordara en él, a aquel otro. Intentaba, en ese acto, despojarse de la imagen de esa chica, la que le agredía sus sueños. No podía desprenderse de esa mirada que se clavaba en sus ojos culposos, mientras ella se llevaba el tenedor a la boca.
Pero algo fortuito lo detuvo. Enseguida se empeñó en convencerse que, si el tipo que le hizo señas a ella, no se hubiera interpuesto a él, y la chica no lo hubiera aceptado con la resignación que él le conocía, se hubiera animado a esa invitación platónica. Se quedó parado en el medio del flujo de los seres anónimos que cruzaban la vereda, mirando hacia Congreso, hasta que la esquina de Pueyrredón los hizo desaparecer.
Suspiró profundamente. No supo si por el reflejo nervioso de ser descubierto o el alivio, que de golpe le sobrevino. Se encogió de hombros. Después de todo, era una simple callejera. Una putita más. Una hija de la desocupación y la miseria.
Cuando exhaló su efímera angustia, con el dorso de la mano, se quitó la caspa que tenía sobre los hombros de la sotana. Con la Biblia contra el pecho, esperó la luz blanca del semáforo y con pasos resueltos, encaminó sus sandalias por la senda peatonal de la calle Mitre.
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No vemos las cosas como son; vemos las cosas como somos.
Anais Nin
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viernes, 3 de agosto de 2007
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Que final inesperado, a pura imaginación, ¡Bien Emilio!
ResponderEliminarAdemás por fin alguien que no hace poesía ¿o si? Por que el cuento tambien tiene vuelo poético.
Julio R. Hernández
Que final inesperado, a pura imaginación, ¡Bien Emilio!
ResponderEliminarAdemás por fin alguien que no hace poesía ¿o si? Por que el cuento tambien tiene vuelo poético.
Julio R. Hernández