Fernandito
El día era gris, lloviznaba y el viento azotaba los árboles. La gente caminaba apurada y encapuchada en sus preocupaciones. Nadie lo veía, nadie lo percibía.
Él se acurrucaba en el escalón de un viejo portón en desuso. Con sus ropas gastadas y mínimas, trataba de guarecerse. La barba mal recortada y el pelo apenas rasurado daban el aspecto de un cuidado exiguo. Sentado abrazando a sus piernas, cubría sus manos deformadas, laceradas.
Me acerqué sigiloso, para conversar. En realidad para tratar de ayudarlo, viendo que su mirada era perdida y sombría, pero no agresiva, solo temerosa.
-¿Cómo te llamás?
Me miró asustado y balbuceó algo que no entendí.
-¿Cómo te llamás, amigo?
-Fernandito -dijo, mirando por el rabillo del ojo.
-¿De dónde sos?
-De Canela -receloso, trató de decir en voz muy baja.
Su fonética, mezcla de brasilero y español, era poco entendible. Tenía un acento que dejaba deducir que era extranjero.
-Quiero ayudarte -le dije con pausa y demostrándole confianza.
Tímido me extendió una mano, de dedos en gancho y con señales de golpes. Una sonrisa ínfima se deslizó en sus labios agrietados. Seguramente pensó que le daría unas monedas o algo para comer.
Tuve dudas, después de mi acercamiento, sobre qué hacer con ese ser indefenso, aterido y maltratado. Pensé en llevarlo a la Policía Federal, pero ellos solo lo arrestarían. Pensé en Defensa Civil, pero ellos lo pondrían en un refugio para los sin techo. No era la solución que yo pretendía.
Mientras, en nuestro diálogo, ya más fluido y seguro, me aclaró que era argentino. No recordaba su apellido ni su edad. Solamente que se llamaba Fernando. No tenía identificación alguna y no sabía cómo había llegado a Brasil.
De pronto tuve una intuición, llevarlo al Consulado. Suponía que allí se encargarían con responsabilidad, de averiguar quién era y qué hacía en esas circunstancias.
Igualmente, caminaríamos hasta la Policía del Estado Civil. Sin documentos ni individualización alguna, fuimos hasta la calle Freixas 455. Procuraría que le dieran un baño y ropa limpia. Él estuvo de acuerdo. Con dificultad, se incorporó y tembloroso comenzó a dar sus pasos.
Quien nos recibió comenzó a interrogarnos. Nos dio las indicaciones del caso. Me informó que hasta entonces era un NN… Fernando quedaría allí para una investigación más profunda. Debí ir a buscarlo a la mañana siguiente.
¡Cuál no sería mi sorpresa, cuando supe que había una historia inconclusa!
Fernando tenía 29 años. Su legajo había sido abierto hacía 14 años atrás, en la lejana ciudad de Chos Malal (En lengua mapuche: Corral Amarillo), en la Patagonia argentina. Y esa causa permanecía en custodia, sin solución.
Aquel día Fernando jugaba al fútbol en un potrero del barrio. Tres personas miraban a través del alambrado. En un momento, una de ellas llamó “al rubiecito de pelos enrulados”.
Con preguntas sobre el partido y las reglas del juego, llevaron a Fernando hasta el portón de entrada. Sin dar tiempo a resistirse lo abrazaron y subieron a la combi estacionada, pero con el motor encendido.
El revuelo fue infernal y el momento ínfimo. No hubo lugar a reacción y Fernando se perdía en el final de la avenida y del tiempo.
En esos años se supo de varias desapariciones en la zona. Robo de niñas para la prostitución, se buscaban niños bien alimentados para el tráfico de órganos, preadolescentes para el trabajo esclavo. Se investigaban los cafetales colombianos, los algodonales en el Chaco, los prostíbulos en Bolivia y en Paraguay, las cosechas de plátanos y abacaxis* en Brasil.
Y hasta allá había llegado Fernandito… Años de insolación y sed. Espaldas encorvadas, manos heridas y deformadas por cachos y espinas. Picaduras de arañas habían dejado sus secuelas…
*Abacaxis: nombre que se le da al ananá en Brasil.
Del libro de la autora: El camino de libra
Norma Dus
Poeta de Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Reside en San Carlos de Bariloche, Río Negro, Argentina