lunes, 19 de mayo de 2014

Osvaldo Hueso

Enemigos

  Calculé con la mayor precisión la distancia, apunté y tiré. El tiro pasó a escasos centímetros y maldije. Una vez más había estado a un paso de lograrlo. Me había jurado llevar a cabo mi propósito sin importarme el tiempo que pudiera transcurrir. Estaba decidido a lograrlo y con paciencia me dispuse a esperar la siguiente oportunidad.
  Recordaba continuamente su cara odiada, redonda, con esa boca horrible que tantas dificultades me había causado, persiguiendo mi objetivo de pueblo en pueblo. Todo había comenzado con un capricho y entre porfía y porfía, terminamos como enemigos. Juré no descansar hasta acabar con lo que se transformó, para mí, en una situación intolerable. Tenía que averiguar el lugar donde ahora estaba, los del pueblo no me darían ninguna información, sabían de mi fama, pero no me importaba, a pesar de haber errado, yo sabía que en la próxima iba a ser distinto. Pedí una habitación en el único hotel, me bañé, y me dispuse a descansar un par de horas; mi pulso tenía que estar firme, esta vez no iba a fallar. Al atardecer me desperté, fui hasta el bar del hotel, pedí un café, y disimuladamente paré la oreja escuchando lo que dos personas, sin percatarse de mi presencia conversaban y supe hacia donde dirigirme. Le di una propina al chico que me atendió, y hacia allí me trasladé.
  Ni bien llegué lo vi. Lo divisé al fondo de un patio largo, con esa cara y esa boca horrible, que tanto me trastornaban. Otras personas estaban en el lugar. Esperé pacientemente, y cuando fue el momento, calibré la distancia, controlé mi pulso, apunté cuidadosamente, y tiré… y ante la mirada atónita de los parroquianos… entró limpita la ficha en la boca horrible… del sapo.


Osvaldo Hueso. Morón, Buenos Aires, Argentina


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Los hombres no son prisioneros del destino, sino prisioneros de su propia mente.
Franklin D. Roosevelt
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