lunes, 19 de mayo de 2014

Martha Valiente

Primavera en agosto

La conoció en pleno mes de enero. Ella no tenía nada especial: menuda, tez mate, el cabello oscuro recogido en una cola de caballo. Prolija, de ojos grandes, castaños y atentos. Manos pequeñas, huesos delicados. Poco más.
La necesitaba. En principio, los fines de semana, en especial los sábados. Los sábados eran días clave para Antonio: la soledad se le imponía como una mortaja, y él desfallecía, ahogado en ese silencio sólido, insomne.
Después le pidió que se quedara a pasar la noche, hasta el domingo. No tuvo que insistir, ella lo intuía. La primera vez, simplemente se quedó esperando que él hablara; era como si recibiera su pedido desde muy atrás, dentro de sus ojos. Y se le abrieron los labios en una sonrisa iluminada.
En febrero Celia colgó en el armario su bata de verano, y él desocupó uno de los cajones, ella: ropa interior, una remera blanca, y el saquito de hilo color lila que le sentaba tan bien, que la hacía parecer una adolescente. Cierto que era muy joven, pero sus brazos delgados -él pronto lo supo- eran fuertes, capaces de sostenerlo con una firmeza que a Antonio lo hacía sentir seguro. Le gustaba su forma de abrazarlo. Sin darse cuenta, empezó a rendirse.
A ella no parecía importarle la diferencia de edad entre ambos: le hablaba con soltura confiada de cualquier tema, como a su par más íntimo. Eso lo sorprendía: Antonio siempre había temido el rechazo de los demás, la mirada ajena se le imponía como las rejas de una celda. Junto a Celia, los límites se fueron borroneando.
En abril, la ventana enmarcó la belleza de los árboles transformados por el sol del otoño en oro viejo. Antonio, convencido, quiso renovar la compañía de Celia y le pidió que viniera más a menudo, durante la semana. Era el frío, que madrugaba cada día más y, por las noches, cuando quería dormir, se metía entre sus piernas como una serpiente helada y temible. Eso le dijo y ella accedió, igual que antes, sin palabras. Esta vez trajo un bolso y él le concedió dos perchas más para que ubicara sus prendas junto a las suyas, pasadas de moda.
El desayuno se tornó amable: a veces Celia le traía el diario y él hacía que leía, para complacerla, mientras ella se calentaba las mejillas frotándolas con sus manos. Un día, ella se soltó el pelo; a Antonio le pareció verlo brillar como un cielo oscuro cargado de relámpagos. Su perfume fresco, húmedo, llenaba su habitación de reminiscencias.
Ella simulaba no percibir su respiración agitada, sus manos temblorosas, la transpiración fervorosa de su piel, a su contacto. Como si todo fuera normal, lo de costumbre. Celia conversaba de sus cosas, que eran, para Antonio, las únicas posibles todavía. Así se fue mayo.
En junio, decidieron esperar todavía: algunos días él estaba mejor dispuesto, más seguro; se mostraba independiente y hasta brusco: le pedía que se fuera antes, que necesitaba estar solo, que lo abrumaba con sus cuidados. Insistía, incluso, en salir. Ella lo dejaba hacer; a veces lo acompañaba hasta el banco de la plaza donde Antonio solía sentarse, antes de conocerla, a leer algún libro. Una mañana lo siguió dos cuadras, hasta el bar cercano a la casa; desde lejos vio cómo se acomodaba en la mesa de la vereda, al sol, y leía el diario que Celia había llevado muy temprano. Se lo veía tan sólido. Pero ella conocía los límites de su vulnerabilidad; no era la primera vez que pasaba por aquello. Se sabía necesaria, pronto sería imprescindible. Esperó, simplemente; dejó que él se probara un poco más. Fue, volvió, le dio aire. Un poco de tiempo, había dicho Antonio: necesitaba más espacio.
Sin embargo, nunca desocupó su parte en el armario.
En julio, el frío pudo más que la prudencia y Celia volvió a visitarlo un sábado.
Antes que el aire helado dentro del cuarto, la conmovió la tristeza amarilla en el rostro de Antonio, su desolación pegada a la piel, el mal presagio en cada uno de sus gestos. Él recogió su visita con humildad, agradecido, como un inválido.
Por fin, Celia se instaló en la casa. Ambos lo decidieron una tarde fría pero brillante, en el que sol dolía en la ventana y parecía querer astillarse en signos incandescentes. Ella había descorrido las cortinas; la luz le bañaba el rostro, la garganta, y le pintaba la piel de color té bajo el pijama de invierno, abierto en el escote. Antonio la contemplaba desde la cama, con un cosquilleo porfiado en el bajo vientre, la invencible urgencia de sentir su contacto.
Seguía siendo un hombre, a pesar de todo. Y ella era una mujer hermosa, ahora podía apreciarlo.
A las doce menos cuarto del último día de su vida, el anciano moribundo le pidió a su enfermera que se acercara. Ella, menuda, ligera, nada especial, acudió a él con la misma sumisa sencillez, tan cálida, sin embargo, de aquel primer encuentro, en verano, en que él había decidido contratarla.
- Te quiero, muchachita.
Celia tomó la mano de él, su mano flaca revestida de venas azules y se dejó conducir debajo de las frazadas, hasta la entrepierna caliente del viejo.
Para ayudarlo, una vez más apoyó su cabeza en el pecho de Antonio, para que recibiera el perfume de su pelo recién lavado, suelto, al caer sobre su cuerpo.
La respiración de él era ancha y profunda. Su rostro, a la luz del mediodía, era el de un hombre feliz, un hombre que gozaba. Bajo la mano, fulguró ligeramente el sexo del viejo, humedeciéndola con su postrer gesto de amor, de reconocimiento.
- Yo también te quiero.
Antonio no la oyó. Fue en agosto.


Martha Valiente. Nació en Uruguay. Reside en Buenos Aires, Argentina
  

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Los científicos dicen que estamos hechos de átomos pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias.
Eduardo Galeano
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5 comentarios:

  1. Qué buena sorpresa la del final!! Cuando uno va intuyendo que viene un final, lo que menos imagina es lo que se desencadena. Me atrapó la historia, tan corta y contundente.

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    1. Excelente cuento donde los acontecimientos se van sucediendo en un interesante in crescendo, muy buen cierre.

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    2. Agradezco tu lectura, Martha.
      Un saludo cordial
      Analía

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  2. Un buen relato con ese final de impacto.
    Saludos.

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Analía Pascaner