lunes, 13 de mayo de 2013

Cristina Villanueva


-Buenos Aires, Argentina-

El inicio

Eran muchos los dioses y las diosas enlazados en las danzas de la creación. Esa palabra en la boca, a punto, caía en gotas. Al principio, no hubo oscuridad, hubo rojo y sus matices. Las diosas desvariaban en telas con forma de almohadones de algún palacio árabe inexistente aún, incrustaciones de espejos pequeños o brillos o sueños con resplandor. Los dioses al besarlas con su poder centrado, daban lugar al movimiento. Ellas y ellos se fusionaron en todos los matices de lo femenino y lo masculino. Surgieron los verdes y azules, las gotas, los círculos, los huevos con sus frágiles cáscaras pintadas, suavidad del círculo dónde la boca se abrocha a la vida.
Todo se nada y saltan las gemas, los rojos, los relieves, ellos y ellas, dioses efímeros, se dejaban hacer por el amor.
Saltan las gemas como burbujas de champagne, sonrisas, plumas en el interior del cuerpo. Las gemas saltan, se deslizan, abren.
Uvas, pezones, ojos ¿Puede la creación no ser colectiva? ¿no ser amante?
¿Pueden tantas gemas a punto de expandirse ser fruto de una sola cabeza, mano, alma?
En los encuentros se fecunda lo por nacer.
Gemas de vida.


La muñeca húngara y la Esfinge

Conocí a la Esfinge en persona. Desafiando al tiempo, soberbia, magnífica, casi invulnerable. Distraída ante la inmensidad de esa mujer oráculo, no escuché los detalles que daba la guía acerca de cómo se había convertido en una disminuida nasal. En el Museo Británico encontré la explicación junto con la nariz perdida de la esfinge.

Budapest, el río separa en dos la ciudad. Hay una explosión de arte en muñecas, colores y bordados, como una sangre viva que narra. Erguida a través del tiempo, una belleza que no se parece a la piedra, más bien una pregunta de belleza. Compré una muñeca y la usé como un oráculo privado. Atravesaron ella y la pregunta un largo viaje en tren, bajando en muchísimas estaciones, la muñeca, apuesta o desafío, no se quedaba en los lockers, venía con nosotros tan necesaria como el cepillo de dientes, tan mía, tan secreta.
Muñeca húngara viva con puntillas y polleras que orillan lo impreciso, pude preguntarle lo que no me animé a la Esfinge. Porque para interrogarlo el otro tiene que quedarnos a mano en una calidez de pueblo bordador. Me puse a acariciarle la zona inaccesible de símbolo, como un horóscopo suave me respondió que se puede sostener la belleza aunque no sea simple. Después dialogo con otros objetos hijos de artesanos, de viajes y de un ojo distraído que tiene a veces un sobresalto de luz para encontrarse con muñecas, títeres, máscaras, barcos, nacidos de las manos de los pueblos a los que les sobra color y les falta, sobre todo, la grandeza inmutable de la Esfinge.


La larga batalla de la Diosa

El crepúsculo se esfuma en el viento, parece una batalla perdida, disuelta en la noche. En la sombra semioculta se intuye el perfil de una diosa peinando su melena roja, dispuesta a resistir, a volver, con la bravura de las mujeres que desafiaron a Creonte.
La sombra teje sus filigranas, el sueño le alcanza tercos animales de pelos y ojos abiertos a lo sagrado.
Ella se renueva, carga en canastos todos los rojos frutos de la tierra y el mar, la sangre de lo no fecundado, la sangre de la herida, las uñas como un poema extenso para tocar, el roce de los labios recién untados. Las estrellas rojas de los pechos dadoras de vida, vía de banderas cubriendo las avenidas del mundo pidiendo justicia. Se pone una ancha pollera con bolsillos con libros y pinturas: Andre Bretón, Picassos y el no pasarán en letras rojas en español intraducible.
Se mira en el espejo de un paraíso de fuegos naturales y vuelve, siempre vuelve, desde Lilith, desde Antígona, siempre volverá a derramar otra vez la flor roja del crepúsculo para desarmar lo gris.


El sueño gira

En el sueño, un hombre la arropa con flores amarillas. Teje una manta con ellas, con sus propias manos de artesano en una aldea lejana de un continente oscuro, mientras le derrama la tristeza densa y luminosa de los poemas de Pasolini. El hombre con su antigua paciencia termina la obra. Saca una flor del centro y le acaricia el alma, así se desteje la cobertura tapiz que la cubre. Ella sonríe, mientras el hombre que es un orfebre de la belleza, le prepara collares de madera y pétalos para cubrirla. Todo en el sueño gira, vuelve a las vísperas.


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Feliz el que reconoce a tiempo que sus deseos no van de acuerdo con sus facultades.
Johann Wolfgang Goethe

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6 comentarios:

  1. Cristina, gran amiga, con mucho para decir y decirlo bien, con dominio de las palabras, con corazón también,

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  2. Cristina, siempre excelente! Sigue pendiente un encuentro con vos, no te olvides!!
    Un abrazo
    Bertha Carou

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    Respuestas
    1. Gracias por tus palabras, querida Bertha
      Un saludito cordial
      Analía

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