miércoles, 21 de octubre de 2009

José Diez

-Andalucía, España-

Érase una vez...

Me acerqué a ella porque me pareció una mujer de cuento. Quería comprobar si era una ilusión o realidad. Si me hubiesen preguntado qué prefería, habría asegurado que una mujer real. Los cuentos sólo interesan a quien los cuenta; con ello pretenden encontrar complicidad en el que los escucha. Sin complicidad no hay cuento, la narración es una estupidez.

Aquella mujer rompía el entorno con su aspecto. Parecía una de esas apariciones subreales que venimos en llamar fantasmagóricas. Tenía luz propia, en un lugar más bien en penumbra. Se movía un palmo por encima del suelo, como levitando. No parecía consciente de mi presencia, porque al acercarme no hizo ningún gesto. No me miró ni pareció esperar a que me acercara. Ella estaba allí, como en otra dimensión de la materia, ajena a la mía propia. A medida que me acercaba, sentía algo de zozobra; no miedo. ¿Qué me iba a suceder? Si yo formaba parte de aquella situación irreal, puede que yo fuese también irreal sin saberlo. Estaba seguro de no tener una alucinación ni estar soñando. La prueba de que vivía algo especial fue que en mi caminar, mirando fascinado a aquella mujer, tropecé con una piedra y casi me caigo; no me caí, pero sentí dolor en el pie con el que había golpeado la piedra. Cojeé los últimos pasos, hasta que me paré a un par de metros de ella. Pero no hizo nada ante mi presencia. Su mirada era la de una persona sola, proyectando pensamientos de su mundo interior. ¿Le tenía que hablar? Mi situación era bastante ridícula, si yo estaba con ella y ella no estaba conmigo. Tragando saliva con dificultad, me decidí: “Hola” -le dije. No hizo ademán de haber oído. “Hola, ¿Quién eres?” -volví a pronunciar. Tampoco ahora me prestó atención. Empecé a pensar que allí no había nadie, y que la mejor forma de comprobarlo era tocar aquella cosa. Di tímidamente dos pasos hacia adelante y me paré dejándola al alcance de mi mano. Alargué el brazo con la intención de tocarla. Mi perplejidad fue enorme: mi mano no encontró materia donde posarse, porque penetró aquella figura cual si fuese de humo. Ofuscado conmigo mismo, palmoteé furioso, como si aquel “humo” me estuviese molestando y quisiera disiparlo. Pero no conseguí que desapareciera; la figura permanecía inamovible. Volví a permanecer quieto y mirando a los ojos de aquella mujer; pretendía comunicarme con su espíritu, si es que poseía espíritu. No conseguí nada, ella “vivía” ajena a mi presencia. Cansado de no obtener ningún testimonio de que aquella mujer fuese real, me volví sobre mis pasos y me alejé de allí sin volver la mirada atrás.

Según andaba, fui configurando la historia en mi pensamiento; tenía que contarla a todo el que se prestara a escucharme.


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Hay pocos animales más temibles que un hombre comunicativo que no tiene nada que comunicar.
Charles Augustin Sainte-Beuve

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2 comentarios:

  1. Hola José: En tu cuento hay una sugerencia que nos lleva a diversas interpretaciones , lo que lo enriquece y a la vez se presta para la reflexión. Saludos Irene Marks

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  2. Gracias por tus palabras, mi querida Irene.
    Es un relato interesante, esa delgada línea entre la realidad y la fantasía, los sueños, la ficción.
    Un abrazo y mi cariño
    Analía

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