viernes, 25 de septiembre de 2009

Carmen Amaralis Vega Olivencia

-Puerto Rico-

Nadar en la eternidad


Salté en caída libre y me hundí hasta lo más profundo. Fui bajando, bajando, bajando. Ya no tenía más aire en los pulmones y la presión del agua me hacía reconocer que perdía el sentido. Dejé de bajar y la fuerza boyante sumada a mi grito mental me devolvieron a la superficie. El agua me llamaba con fuerza, siempre lo hace, debo haber sido pez en otra vida. Yo puedo, pensé, y antes que la razón me contradijera, di el salto desde el puente del deseo.
Ya a flote reconocí la distancia hasta la orilla, y nuevamente pensé que podría nadar hasta la arena dormida. A mitad de trayecto los brazos me dolían, las piernas se debilitaron y un calambre egoísta disparaba corriente en todas las direcciones de mi cuerpo. Supe que era imposible llegar a la orilla, y fue entonces que invoqué a los dioses del mar y no me escucharon, clamé a mi ángel de la guarda y se rió de mi osadía.
-Nunca has sabido medir las consecuencias de tus actos.
Fue el reclamo del ángel, mientras yo sucumbía a lo que más se puede parecer al pánico. Pero no, yo no me puedo morir ahora, aún me quedan lecturas por hacer, besos en la boca, y necesito sembrar la semilla de mango que espera su punto exacto sobre la mesa del jardín.
El sol me nublaba la vista y la sal ardía como arde en una herida abierta, y yo ahí, revoloteando como pájaro herido, como loba en parto, o ninfa sin amor.
-No puedo morir, me repetía con la poca fuerza que me quedaba. Y no pude. Simplemente me crecí aletas de tiburón, escamas de sirena y ojos de delfín, y con mi traje más azul, soplé la imaginación, las olas crecieron hasta que una avalancha de deseos vivos me trajo a la orilla.
Ahora sé que puedo nadar eternamente.


Desnuda y viva

Se acabó el pudor. Ha decidido caminar desnuda en la noche, erotizando ensueños. Una fuerza mágica la mueve. Las sombras de las bocas que la besan y las lloviznas que la cubren de alfileres le provocan un delicioso cosquilleo de felicidad oculta. El cabello se le enreda en los brazos que se alargan en delirios.
Entorna los ojos y la media luna aparece cristalina y transparente.
Por el sendero surge un suave aroma a sexo voluptuoso, y se derrama el deseo en los cuerpos ajenos y en el propio.
Sigue caminando a paso lento, mientras su cuerpo se roza con la piel del viento, y la libertad la cubre con su manto tibio.
Está la noche a su favor. En las sombras se escuchan los suspiros de un fantasma enardecido y sus ojos brillantes se asoman al balcón del amado, dispuestos a ser iris en la entrega.
Siempre caminó cubierta de desidia, del portal al umbral, asfixiando lo que el cuerpo le pedía. Ahora ya lo sabe, no dará marcha atrás, seguirá desnuda mientras viva.
A lo lejos un anciano le hace el amor a sus recuerdos y una niña descubre de repente las aureolas de sus senos tiernos.

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Aprendí con las primaveras a dejarme podar para poder volver entera.
Cecilia Meirelles

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