lunes, 24 de agosto de 2009

Sebastián Jorgi

-Lanús, Buenos Aires, Argentina-

Plaza Constitución

Los tres niños se pararon frente a la panadería del gran hall de la estación terminal de trenes: Plaza Constitución. Se podría deducir las edades entre 5, 7 y 11 años. Desarrapados, sucios, permanecían como pegados a la vidriera de la panadería. Sus ojos, ansiosos al ver las facturas y el pan, las tortas y los sánguches de miga, estaban como desorbitados. Extendían las manos pidiendo monedas a los pasajeros -miles en una estación terminal del sur de la provincia de Buenos Aires-, aunque, en verdad, lo que estaban aguardando era una señal desde adentro del negocio. La muchacha que atendía, a escondidas de los patrones, les solía dar un par de bolsas, en las que cargaba pan, facturas y restos de porciones de pasteles. Y cada uno, en medio de la desesperada espera, se iban llenando y colmando el hambre con los recuerdos.

Y por qué, mamita, está pasando todo esto que nos pasa, qué pecado hemos cometido, por qué papá se ha ido lejos y ya no nos quiere, por qué debes andar con todos esos hombres en el andén de Temperley…no te imaginás lo que me decían los compañeritos de la escuela, que te vieron más de una vez con varios hombres coqueteando de acá para allá…y yo qué les iba a contestar, me quedaba mudito, pues me daba cuenta que después conseguías comida…
Y a mí, que me iba muy bien en la escuela, desde que papá se quedó sin trabajo, con la crisis del 2001, se ha dado a la bebida y anda tambaleando, medio loco, por las calles de la ciudad o en algunos barrios buscando pendencia…cuántas veces se lo han llevado preso por agresiones y por robos reiterados y mamá, pobrecita, debió acudir al juez para que
él ya no se arrime a casa…dicen que lo han visto cartonear por Plaza Constitución, mientras mamá trabaja de doméstica de casa en casa, humillándose, desfalleciente de cansancio…
Y yo qué voy a decir de diferente a mis dos amiguitos, todos creen que somos hermanos, en realidad, lo somos, hermanos de Plaza Constitución y del hambre que no podemos saciar…pensar que hace unos años estaba todo normal en casa, mis papis trabajaban los dos y podíamos pagar el alquiler…ahora, con esta crisis, hemos ido a parar debajo del puente de la calle Paracas, acá, a unas pocas cuadras de Plaza Constitución…y aquí estoy, con mis dos amiguitos, esperando que la empleada de la panadería nos dé pan…
La empleada, apenas su patrona se fue hacia la parte del horno del negocio, cargó una bolsa grande con todo lo que pudo y lo que el tiempo le permitía, hasta el regreso de la dueña de la panadería. Y salió, con una escoba en la mano, para simular que limpiaba la entrada que daba al enorme hall de la estación de trenes. Los tres niños agarraron la bolsa y se fueron hacia los andenes de la zona Vía Temperley.
El gentío, que iba y venía, ya acostumbrados a ver este cuadro de niños marginados por la falta de vestido y por el hambre, seguía los derroteros individuales en el regreso a sus casas. Se trataba de una clase media que había podido resistir los embates de la desgracia y si bien, estaban al borde del abismo por la situación general del país, con una espantosa resignación, continuaban caminando para abordar los trenes. Pero no experimentaban ese terror íntimo de no comer durante días o de estar “mal comidos”, la humillación constante de toda una generación de argentinos –a las que se iban sumando cada generación venidera- y así, sucesivamente, como en una progresión geométrica. A tan sólo metros de donde ellos abordaban los trenes del sur, las veredas aledañas de la estación del ferrocarril, albergaban a la intemperie, a varias familias, mal abrigadas y con colchones en desuso, que solían dejar algunos seres piadosos. O en el mejor de los casos, el Ejército de Salvación, que tenía un local en la zona de Plaza Constitución. El nombre “Constitución” era una mueca irónica para quienes debían estar protegidos por la Constitución Argentina, que tanto costara a próceres del siglo XIX.
Los tres niños cruzaron las vías y contentos por llevar el pan a sus familias, ya entrada la noche. Se saludaron y se dijeron hasta mañana. Cada cual se iba hacia su destino, paralelo y tremendo.
Pateaban una pelota hecha de trapos viejos, atadas con hilo sisal, a medida que iban cruzando los andenes de la estación terminal de trenes.


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¿Límites? Eso significa detenerse. Desgraciado el que llegue a conformarse.
René Favaloro


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