lunes, 9 de abril de 2007

Cristina Villanueva

Era de jugando

Me gustaba la fantasía de tirarme en pedacitos (eligiéndole siempre los cuartos delanteros o traseros más apetecibles) a sus mandíbulas de animal carnívoro, a sus garras de leopardo sedoso. Eso fue hasta que lo vi sacar el plato, anudarse la servilleta y sobre todo afilar el cuchillo. Entonces me fui, haciéndole caso a mi mamá que siempre me advirtió sobre los peligros de los pecados de la carne.


Memoria flotante

La mujer tenía una memoria muy especial vaga, vaporosa, ciertamente difusa.
Cada hombre entonces era el primero. Eso los arrojaba hacia ella. Querían ser la Magdalena en la boca de sus recuerdos. Querían romper la tersura esfumada, que bordea el olvido, hasta inscribir su rotundo cuerpo-nombre de varón. Querían meterse tan adentro como una verdad o una belleza. Ella deleitada por esos intentos, les abría las puertas del alma y de la vida. A todos menos al neurólogo, que le había dejado esas pastillas que seguro eran capaces de terminar la magia.


***

Él la abarcaba a veces, y ella otras lo mecía como si ella fuera la barca. Ella acunándolo mientras él la contiene en sus brazos a ella que lo abarca a él que la contiene a ella que lo sueña a él soñándola.
Ese día de niebla parecía el principio o el final del mundo. Él con la barca la va a buscar.
Lo único que lleva son los libros. Era mejor que el fuego este destino exilio para ellos.
Era otro fuego.
Se bajó de la barca. Con los brazos cargados de hojas, la abrazó. Ella orejas abiertas, él voz. Se decían las vueltas de la tinta. Él sobre la desnuda piel de ella inventaba palabras collares, palabras prendedores, palabras aros. Tipografía, recortes, el mundo casi. Ella lo condecoraba, lo subrayaba, lo significaba, él se elevaba de poema. Envuelta de polisemia, ella esperaba. Los significantes abrían los sonidos, los abrigaban. El mundo era tan expulsivo que habían querido retornar al principio. Dos cuerpos que se leen incansables, escribiéndose.
Sin dios, manzana ni serpiente, el paraíso tenía la forma de una biblioteca.


El rey desnudo


El rey está desnudo grité. Es inevitable, el amor por la verdad se paga caro, pensé, cuando vi que los guardias se acercaban. Me dejaron a solas con él. Me preguntó si me animaba a refrendar lo dicho. Temblando por lo que podía pasarme, repetí. Está desnudo. ¿Qué podía hacer si lo único que lo vestía era la corona? ¡y le queda tan bien! Por una vez me equivoqué, mi denuncia no me ocasionó problemas. Todo lo contrario, me trató como a una reina.


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Se puede engañar a todo el pueblo, algún tiempo. A una parte del pueblo se la puede engañar siempre; pero no se puede engañar siempre a todo el pueblo.
Abraham Lincoln

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